Su cigarro fue en aquella caída el último paracaídas fallido. El último. Fallido. Nunca antes vio ascender frente a su inasible rostro, la estela, el humo, el vaho de una existencia frustrada, el aliento de aquel vicio golpeando sus recuerdos, removiendo cada pedazo de historia en la que él sin tratar de evitarlo resultaba fragmentado, trozado, total y arbitrariamente distribuido en partes desiguales. Su maltrecha guitarra no mal presagiaba el estado en el que lo dejarían las circunstancias. Las benditas circunstancias. Las ajenas…circunstancias. Tantas veces le cantó a la miseria y a la sátira de la vida a bordo de una amarillenta micro arrogantemente sin destino, con acordes musicales (y metafísicos) totalmente divergentes, con-tra-pro-du-cen-tes. Lloraba la miseria y se burlaba de la vida, como un simultáneo acto de castigo y venganza. -¿Es que Cristo no haría eso en mi lugar?-se preguntaba cada vez que sentía sus pies ya firmes en el suelo luego de bajar saltando la micro en marcha, ya lejana, él cercano, ella oculta en sus destinos, él vacío en sus autónomos arpegios a desembocar en la próxima canción. Es el sentido de justicia que roen las ratas; la mugre y la esperanza les son indisolubles. Él pensaba a menudo en esas afirmaciones, las sentía, las fumaba, las pitiaba, las bebía en un intento de agregar a ese amargo y helado viaje de cerveza, el sabor de la dulce ruina. Pero fue fallido. El fracaso una vez más lo cogió por la espalda y lo embarazó con sus más fuertes y terribles y malditos espermatozoides. La voluntad le fue ajena, sentado en la vereda a la salida de un bar, no entendiendo la fuga de sus amigos, no pudiendo explicar el asombro que le provocase esta nueva forma de ausencia, tomó la que debía ser la última Dorada de la noche, la cobijo dentro de los abismantes bolsillos de su abrigo, miró su reflejo en la vitrina del bar no subestimando el odio y se marchó.
La plaza Bulnes que bizarramente en una madrugada de mayo del ´88 le sirvió de motel para desvirgar su púber cuerpo y el de su amante, no tenía la misma presencia. Había olores enteros que le faltaban a ese lugar, a ese aire, a ese oasis que entre el bullicio de los vehículos y las secas miradas de los edificios, perdía poco a poco su más real autocontemplación nocturna. Ya no estaría la Javiera con su jumper cortísimo, las piernas semi abiertas, el kojac abultando sus mejillas y su rostro pálido apuntando el suyo. Ya no estarían esas manos intrusas, subversivas, insolentes a la noche y a la verde noche, tocando sus genitales, que en aquel entonces eran “genitales”; ya no estaría la mezclilla de su mochila tendida en el pasto, recitando gracias a un pequeño trozo de luz que se dignó a caer en tal arte, uno de los más bellos versos de “transición” que pueda recordar con tanta fascinación y soltura: “pico y zorra”. Era una sustancia nueva, una instancia de vértigo sutil; había olvidado la real conducta del reloj. Olvidado. Extraviado de su hogar, de sus cantos, ya casi de su historia, echado por un no sé qué de su propia vida; exiliado de su mente: rosa mal parida torcida hasta las espinas por las garras de la realidad.
Desgarrado…Desgarrado entonces me siento en una bendita banca de esta ex plaza. Con una ex cerveza embriagando mis espejos…ja já y los de la noche. Siento mi ex trasero en esta ex banca frente al ex edificio de donde saliera el ex padre de Javiera, ex amante de mi ex período ex escolar. Mi cigarro aun me guarda lealtad, mi tabaco, mi tarde mañana y noche; el bendito asesino de mi padre. Mi empresa sin balances, mi buque sin timón. Mi payasa forma de fe, que le eyacula una filosa espada de sangre a la eternidad de los curas. Ja já y creen vivir en un constante envío a la perfección. La ciudad arde al reverso del día, cuando son ellas, ellas las prostitutas de la verdad que me cocinan un instante de puro espacio.
Espacio…la utopía de la inacabable consumación del cigarro. La eterna ansia de ser humo, ¡humo Dios mío! Y no ceniza. Si cremaran a todos los muertos sería doloroso, rápidamente doloroso, pero llegará un momento histórico en que la cocaína se acabará para siempre, y he ahí el polvo, la sustancia que no se acabaría, la muerte realmente sacramentada; en un espacio de intima contemplación, sentir a tu hermano, a tu padre o a tu madre bajar por las tráqueas, endurecer el alma con la dulzura de sus ausencias, que ya son presencias en estado de espera dentro de ti mismo, sería la salvación de un cielo sin espíritu. Sería la muerte del yo, en pro de los ausentes nosotros. Pero mis dedos ya se queman, y no tocan más nada, más nada. Fracasa el intento de habitar esta plaza de Santiago, de habitar esta banca, esta cerveza, estos pensamientos. Siento que me he ido con ciertos amigos, los siento, pero son demasiado inteligentes para calcular mi compañía. Saben que la ausencia es locura también. Locura como el lenguaje de la muerte, el lenguaje de los negocios de la muerte.
Amor amor amor. Mis hijas me creen muerto, mi esposa me cree loco, y mis padres muertos me creen vivo. El cigarro ha desaparecido en mis labios, lo he querido así, no hay libertad que aguante sus propias cadenas, como justicia que duela más que el no haberla tenido; a la orilla de la calle Nataniel Cox he escondido mi Dorada, para encontrarla mañana entre los vivos, y sacramentarla como la nueva agonía, lealtad sin forma ni reproches, entre los escombros de este desgarrado, quien camina ahora con un ángel austero, tratando de amar y comprender sin lágrimas lo que una vez juzgué y expliqué absoluto a quema sangre, a quema vida.
Amigos no lloren, más recojan vuestras letras y vulneren los negocios, para que nos volvamos a ver…ja já…hasta el próximo golpe de Estado.
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